Lucía Tamborero Badal, Foto familiar
Oscura, estrecha y alargada, la tienda de Lucía estaba, sin embargo, llena de vida. Infundía vida a aquél lugar la propia Lucía, pero también la variedad de los artículos allí expuestos. Lucía hizo posible que Fuentes tuviera acceso a productos de lo más dispar, impensables en cualquier otro lugar semejante de la sierra de Espadán. En aquella tienda se podían encontrar desde botes de laca a paquetes de “Wasington”, desde sartenes a albarcas, desde una aguja a una aspirina. Los chavales de la época la llamaban “drugstore” Lucía, en sintonía con aquel nuevo tipo de comercio que llegaba a España copiado de Estados Unidos y que se caracterizaba por tener de casi todo a casi todas horas. Ni más ni menos así era la tienda de Lucía, un “drugstore” antes de que se inventase el “drugstore”: todo lo que alguien pudiera necesitar lo tenía Lucía y a casi cualquier hora.

Pocos de aquellos chavales conocían entonces lo que ese lugar significaba para aquella mujer bajita y dicharachera, muchas veces cascarrabias, que ponía la misma pasión en regañar a los críos que hacían trastadas que en disfrazarse, salir a bailar y convertirse en el alma de la fiesta. Pocos conocían también las peripecias de la vida de Lucía: su peregrinaje por los pueblos de la sierra, su estancia en la cárcel, la fidelidad a sus ideas.

Los hechos que aquí se recogen son fruto, básicamente, de las conversaciones que Noelia grabó con su abuela Lucía durante varios días en los últimos años de su vida, de recuerdos de su hija Pili y de la propia memoria del autor. A Lucía no le gustaba la vejez y repetía a menudo que “es muy fea la vejez muy fea, pero los viejos tenemos experiencia”. Y en su caso, además de experiencia, una buena memoria y un humor excelente, sobre todo para las canciones. A menudo, al terminar una frase la remata con una de aquellas canciones populares de los años cuarenta y cincuenta, como si fueran una prolongación de sus propios pensamientos.

A Lucía la hemos oído, en esas cintas que conserva Noelia, cantar canciones –“El que tenga un amoooor, que lo cuiiide, que lo cuiiide…”-, recitar dichos populares –“María me llamo, diez arrobas peso, el que no se lo crea, que levante mi peso”-, dictar sentencias –“Querer a quien te quiera y pagar a quien te sirva”- y hasta lanzar soflamas anticlericales –“Abajo el clero, curas y frailes…”-. Pero también hemos escuchado a la Lucía más humana, la que se muestra remisa a cantar según qué cosas porque “aún nos podrían coger”, la que después de recordar la letra de esa canción anticlerical asegura que “no hay que tener hiel amarga, se tiene que perdonar. Dios quiere que perdonemos. Hay que tener temor de Dios y de las personas”. Pero sobre todo hemos descubierto a la Lucía más entrañable, la que después de estar horas y horas rememorando su vida, es capaz de detenerse un instante, recuperar su sonrisa y como si tal cosa alejarse de la grabación porque “voy a ver la ollica del caldo”.

Los recuerdos contenidos en esas tres horas de grabación magnetofónica han sido después reordenados y agrupados por temas para dar forma al reportaje. Las cintas las escuchamos Noelia, Joan Ros y quien esto firma en la tienda de Lucía en el verano de 2004, en el mismo lugar en el que un mes antes había permanecido el cuerpo de Lucía en un féretro sobre el que se había depositado una rosa roja y la carta que le había enviado el recién elegido presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. La carta era la respuesta a la que previamente le había dirigido Noelia subrayando la lucha por la vida de su abuela. Una vida llena de dificultades pero que siempre estuvo marcada por las ganas de vivir.


Fuentes de Ayódar, 1909… Tiempos “miseriosos”

Lucía Tamborero Badal nació en Fuentes el 27 de octubre de 1909 y apenas conoció a su madre, que murió con 41 años de edad. A ella la crió su hermana María, “ocho añicos tenía, pobrecita. Y yo dos añicos y medio, y para beber algo de leche tenía que mamar de una cabra”. Cuando repasa su vida, Lucía acostumbra a apostillar cada uno de los momentos con alguna frase. Esas frases muestran, en conjunto, el balance que Lucía hace de su propia vida y lo que piensa sobre el mundo que vivió. “En este mundo todo son penas. Hemos nacido para morir y pa ver cosas buenas y cosas malas”.

Durante su infancia dormían en colchones de borra (una especie de lana de mala calidad) y “a las 9 o las 10 de la noche en invierno ya estábamos hartos de dormir, pero en verano nos íbamos a la cama a las diez”.

El pan lo amasaban en casa y luego lo cocían en el horno. “Había dos hornos, uno estaba en casa de Vicente Sebastiano, pero después lo vendió”. Tenían un pan para cada día. “Íbamos mal comidos y con poquica comida. A mí no m’ha faltao, pero sobrar tampoco me sobraba. Se mataba el estómago con lo que se podía”, cuenta Lucía. En aquellos años “todos tenían un macho o un burro viejo” y la plaza estaba “llena de caballerizas y en cada casa una hoguerica”. Lucía define aquellos tiempos como “muy miseriosos” y el día que llegó la primera máquina trilladora a Fuentes “nos parecía el cielo y la tierra”.

Lucía en la acequia. Foto: Joan Ros abril 1980

Tiempos “miseriosos” en los que el agua era un bien lejano. Fuentes siempre ha sido un sarcasmo: a pesar del nombre pasaron muchos años antes de que el agua llegase al pueblo. Y además, todas las fuentes estaban lejos. Cargaban los cántaros en los machos o al costado, sobre la cadera. “El agua la cogíamos en la aceiquia para la casa, para lavar la verdura... Para beber íbamos a la fuente. En verano también bajaba a la aceiquia a lavarme. En invierno nos cambiábamos cada quince días. Era muy triste, aquello...”

Como tantas otras jóvenes de la sierra de Espadán, también Lucía tuvo que salir del pueblo para ganarse la vida en otro lugar. Ella estuvo en Barcelona sirviendo. “Al invierno, a servir, y al verano veníamos a ayudar a los ‘pares’, ‘p’arrancar’ hierba, ‘pa’ segar...” En Barcelona, recuerda, ganaba al principio diez duros y luego pasó a cobrar doce duros (apenas 40 céntimos de euro). No tiene malos recuerdos, aunque sus jornadas se prolongaban desde primera hora de la mañana hasta bien entrada la noche. “Como dormía en casa de los amos, si terminaban a las doce, pues a las doce plegaba, y si no, a las diez”.



Sierra de Espadán, 1936… Prisión y guerra

La guerra civil le pilló joven, pero ese tiempo terrible aguzó aún más su espíritu emprendedor, lo que a la postre le costaría acabar en prisión. “El tío Mochenta me dio cinco duros y con ese dinero me compré un burro. Con el animal iba a vender a Torralba, donde estaban los republicanos. Les vendía comida, tabaco... Me sacaba un duro de ganancias para devolver el préstamo. Se conoce que alguien tuvo envidia y me denunció. Allí mismo, mientras estaba vendiendo, me arrestaron. Y subió el capitán y les dijo: llévensela a la cárcel enseguida y que tenga cuidado o le damos el ‘paseíllo’. Estuve incomunicada un mes y veinte días. La celda era un cuarto por el que andaban ratas por la noche. Eran pequeñicas y gordas. Aquello había sido un convento, pero estaba todo destrozado por las bombas. Primero estuve ocho días incomunicada en Lucena y luego me llevaron a Onda. Aquello era muy triste, porque el que no había sido ‘afusilado’ estaba por ‘afusilar’”.

Lucía se proclamaba socialista y siempre siguió de cerca la política. Pocas personas han podido ver en vivo a algunos de los personajes más destacados de la vida contemporánea española. “Al rey Alfonso XII lo ví en Barcelona, en la carretera de Mataró, en Pueblo Nuevo. Tenían el palacio en Pedralbes. A Pasionaria la vi en un mitin en Barcelona. Era asturiana. A Franco también lo ví en Barcelona y a Felipe González fui a verlo a la plaza de toros de Valencia”.

De aquellos tiempos conserva el recuerdo de algunas canciones anticlericales que se resiste a cantar, aunque al fin sucumbe ante la insistencia de su nieta Noelia.

-Cántame la del clero

-No, no, no, que aún nos podrían coger...

-Venga, abuela, que ahora ya no pasa nada…

Y Lucía canta:

Abajo el clero,
curas y frailes
y mueran todos
los clericales.

Abajo el clero,
conspirador,
libertad para
el pobre trabajador

Pero esa letra no tiene para ella mayor trascendencia, es sólo un recuerdo, una canción más de aquellos tiempos, porque Lucía proclama que “la religión es muy bonica, no hay nada malo, deberíamos practicarla todos”, aunque no se abstiene de precisar que “manda mucho el clero, más que los socialistas, y eso que les atan bastante”.


Fuentes de Ayódar, 1950… Las fiestas

Los momentos dulces de la vida de Lucía tienen mucho que ver con la fiesta. En su álbum familiar abundan las fotos en que aparece disfrazada o bailando jotas. Y en la memoria de todos están Lucía y Luciano siempre dispuestos a animar la noche. En la tienda tenía una gramola grande y de una viga colgaba el “pick up” (que Pili aún conserva). En las tardes-noche de invierno, los mozos y las mozas de Fuentes ponían discos y bailaban dentro de la tienda. Y en las noches de verano, en años de escasas alternativas, Pili sacaba el “pick up” al balcón y la música llenaba aquel rincón de la plaza donde las parejas bailaban, ellos tratando de arrimar el cuerpo y ellas dispuestas a preservar su virtud.

Antes del “pick up” la música se escuchaba en vivo. Lucía confiesa que “el baile es lo mío” y rememora que cuando hacía mucho frío “pues a bailar a casa la villa, con guitarras y ‘mandurrias’”. Tocaban chotis y tangos y de entre todos los músicos destacaba Pepe, “que tocaba muy bien la mandurria” y de quien Lucía hace los mejores elogios al definirlo como “muy listo y muy socialista”. A veces también bailaban en casa de Elisa y cuando Noelia le pregunta si en aquellos tiempos había líos entre chicos y chicas ella admite que “sí, había líos, pero no tantos”.

La celebración de San Antón era uno de los momentos más esperados del año.

“Llevaban el santo y daban dos vueltas o tres. Y daban vino y tramuces y cacaos”.
San Anton lo organizaban los clavarios. “Casi todo el pueblo fuimos clavarios. No recuerdo si eran seis o tres clavarios cada año. Íbamos por las calles con candil, con candilicos. Había mucha lealtad, que no me puse una perra en el bolsillo. Así tenían que hacerlo todos los mandones”.

Lucía y Luciano dando unos pasos de baile Rodeada de gentes de Fuentes Bailando una jotica Lucía junto a un grupo de músicos y grupo de baile en unas fiestas de agosto


Fuentes de Ayódar, 1960… La tienda

Lucía se casó con Francisco Bou Cortell, que falleció en 1988 a consecuencia de una neumonía. “Ya era mayor cuando me casé. Tendría treinta y pico, cuarenta años…”. En cambio no se borra de su memoria que “Pili tenía seis años y dos meses cuando llegó”. Era 1956, uno de los momentos más felices de su vida.
Toda la familia participaba de una forma u otra en la marcha de la tienda, pero las riendas siempre estuvieron en manos de Lucía.

La tienda en el año 1982. Aparecen Pili Y su Padre Francisco. Foto Joan Ros

Cuando se traspasaba aquél umbral, la vista tardaba en acostumbrarse al contraste entre la claridad exterior y la oscuridad interior. Era entonces cuando aparecía en su abigarrada plenitud ese reducido espacio: parecía imposible que allí cupieran tantas cosas. A la derecha, la nevera, donde guardaba las gaseosas de cuarto de “La Flor de Espadán”, con su inconfundible tapón. Encima, el botiquín, con las cuatro cosas imprescindibles: aspirinas, esparadrapo, alcohol, mercromina… A la izquierda, sobre un escalón, el botijo de barro con agua siempre fresca. Más allá, a la derecha, sobre las verduras, las albarcas de suela de neumático. A uno y otro lado se amontonaban sartenes, estropajos de esparto, platos, cucharas, vasos, ollas… y aquel papel higiénico El Elefante (satinado por un lado, más basto por otro) que iba envuelto en celofán amarillo. Allí había de todo, “de una aguja a una aspirina”, como le gusta recordar a Pili, la hija de aquella entrañable Lucía.

En el centro de esa estancia, en la parte más amplia, esto es, donde la tienda debía medir apenas tres metros de pared a pared, había cuatro o cinco mesas con patas de hierro forjado y sobre de mármol. Distribuidos irregularmente alrededor, unos taburetes de madera con una abertura longitudinal en mitad del asiento. Las mesas fueron sustituidas tiempo después por otras de madera. Y fue con una de ellas ensartada en los cuernos que regresó a la plaza un toro que se coló en la tienda en los años sesenta. No fue fácil conseguir que el astado saliera de nuevo a la plaza, pues una y otra vez la mesa quedaba atravesada en la puerta.

En aquel lugar Lucía oficiaba con autoridad y apenas se paraba tras el pequeño mostrador. En el bar se vendía, sobre todo, vino, aunque nunca decayó la “barrecha” (anís y moscatel), todo un clásico que algunos ingerían para ponerse a tono al empezar la jornada. Cuando aparecían las calores también triunfaban las muy refrescantes palomitas, una mezcla de cazalla y agua. Pero el producto estrella era sin duda el “refresco”. “¡Lucía, un refresco!”, recuerda que reclamaba Lidia cuando era una cría. Y Lucía sacaba del armario una papelina que contenía dos sobres de papel seda, uno de color blanco y otro de color azul. Entonces se iniciaba la ceremonia de prepararlo: agua fresca, azúcar, el sobre blanco y el sobre azul… Y ahí estaba el refresco, una mezcla burbujeante y no menos refrescante. Pili recuerda bien aquellos refrescos, porque en ella recaía la dura tarea de trasegar cántaros todo el día con el macho para que siempre hubiera agua fresca. “En el sobre blanco estaba el acidulante y en el azul el gasificante”, recuerda con claridad la hija de Lucía. En ocasiones, la tienda se volvía itinerante y cuando hacían cine, Lucía vendía gaseosas, cacao y “tramusos”. “A peseta la gaseosa y a 50 céntimos los cacaos y los “tramusos”, cuenta Pili.

Esa fue una buena época para Lucía, pero el camino no había sido nada fácil. Fue la propia Lucía quien montó la tienda, en torno a 1940, pero dice no recordar cuánto tiempo la tuvo. “Unos cincuenta años. Puede más. Teníamos de todo: sartenes, sardina, bacalao, cucharas... parece el Corte Inglés, me decían. Y por eso aún tengo género”.

Durante muchos años Lucía había recorrido los pueblos de la comarca siguiendo la estela del espíritu emprendedor de su “pare”, que compraba pollos en Cirat y los vendía en Onda. “Siempre hemos tenido una cosica u otra para vender”, apunta Lucía, antes de recordar que iba por aquellos caminos “con borricos, con animales malos: aquí me caigo, aquí me levanto, aquí me caigo, aquí me levanto...”

Ella recuerda bien su peregrinaje y cómo su nieto la recibía al regreso. “De primero iba a Arañuel. Luego a Campos, Puebla de Arenoso, a Cirat, a Montanejos. Al Tormo también iba, a Espadilla. A Vallat, dos o tres veces. A Ayódar no iba tanto, a Torralba más, a Villamalur, dos o tres veces. Cuando venía yo de Arañuel, de Cirat, de vender, Jairo decía: ‘a vener, a vener, a vener’... Y yo le preguntaba, ¿qué vendo? Y él decía: ‘trastos viejos’ Y yo le decía, no, que son cosas modernas”.
Jairo era su segundo nieto, el hermano de Noelia. La influencia de la música en aquella casa siempre estuvo presente y así Ángel y Pili impusieron a sus hijos nombres vinculados a la música: Noelia por una inolvidable canción de Nino Bravo y Jairo por un cantante que se hizo famoso en los años setenta.

Lucía emmedio de Fermín, Vicenta y Francisco - su marido- y Juan hermano de este Lucía junto a su hija Pili y su nieto Jairo. Foto: familiar Lucía con su nietica Noelia. Foto familiar


Fuentes de Ayódar, 11 de julio de 2004… Epílogo

Lucía, foto familiar


Lucía siempre permaneció aferrada a su pueblo. Cuando su salud empeoró y se vio que le quedaban pocos días de vida su familia quiso que muriera en Fuentes. Y así ocurrió el domingo 11 de julio de 2004, cuando contaba 94 años de edad. Su féretro permaneció durante todo el domingo en aquella planta baja que todo el mundo recordaba repleta de cachivaches y que ella presidía con autoridad y un humor inquebrantable. Y sobre el féretro, una rosa roja, la foto de José Luis Rodríguez Zapatero, dedicada, y una carta firmada por el recién elegido presidente del Gobierno. Lucía escuchó hace apenas unas semanas lo que decía esa carta. Se la leyó su nieta Noelia, que días antes se había dirigido a José Luis Rodríguez Zapatero para explicarle quién era su abuela: una luchadora, una socialista de firmes convicciones que padeció presidio. En su respuesta, el presidente reconocía a Lucía su lucha por las libertades y ratificaba que iba a cumplir todos los compromisos adquiridos antes de llegar al Gobierno. Lucía acogió la lectura con emoción, con alegría y sin perder ese espíritu un punto rebelde que siempre la caracterizó. Ella, que había sido testigo de un siglo convulso, volvía a sonreír.

Texto: Juan J. Caballero Gil (publicado en mayo de 2006)